28 de mayo de 1942
Honorables
Miembros del Poder Legislativo:
Me
presento a cumplir, ante ustedes, el más grave de los deberes que incumben a un
Jefe de Estado: el de someter a la Representación Nacional la necesidad de
acudir al último de los recursos de que dispone un pueblo libre para defender
sus destinos.
Según
lo informó oportunamente a la Nación el Gobierno de la República, durante la
noche del 13 del mes en curso, un submarino de las potencias nazifascistas
torpedeó y hundió en el Atlántico, a un barco tanque de matrícula mexicana, el
"Potrero del Llano".
Ninguna
consideración detuvo a los agresores. Ni la neutralidad del país al que la nave
pertenecía, ni la circunstancia de que ésta llevase todos los signos externos
característicos de su nacionalidad, ni la precaución de que el barco viajase
con las luces encendidas a fin de hacer claramente perceptibles los colores de
nuestra bandera; ni, por razones de derecho internacional y humanitarias, el
deber de otorgar a los miembros de la
nave la oportunidad de atender a su salvamento.
De
los 35 tripulantes, en su integridad mexicanos, sólo 22 lograron llegar a Miami
y uno de ellos, pocas horas más tarde, pereció víctima de las lesiones sufridas
durante el hundimiento. Con la suya, fueron catorce las vidas segadas por el
ataque de los países totalitarios.
Catorce vidas de hombres jóvenes y valientes,
sobre cuyo recuerdo la Patria entera se inclina con emoción.
Tan
pronto como el Gobierno de México tuvo conocimiento del atentado, formuló una
enérgica protesta, que fue transmitida al Ministerio de Relaciones Exteriores
de Suecia, país que en diciembre de 1941 aceptó hacerse cargo de nuestros
intereses en Alemania, Italia y Japón.
En
dicho documento, México establecía que, si en el plazo de una semana, contada a
partir del jueves 14 de mayo, el país responsable de la agresión no procedía a
darnos una satisfacción completa, así como a proporcionarnos las garantías de
que nos serían debidamente cubiertas las indemnizaciones por los daños y
perjuicios sufridos, adoptaríamos las medidas que reclamara el honor nacional.
El
plazo ha transcurrido: Italia y Japón no han respondido a nuestra protesta.
Peor aún. En un gesto de menosprecio que subraya el agravio y mide la
arrogancia del agresor, la Cancillería alemana se rehusó a recibirla.
Pero
no se limitó a esto la alevosía de los Estados totalitarios. Siete días después
del ataque al "Potrero del Llano'', un nuevo atentado se llevó a cabo. En
la noche del miércoles 20, otro de nuestros barcos, el “Faja de Oro" fue
torpedeado y hundido frente al litoral norteamericano, en condiciones idénticas
a las que se registraron en el caso anterior.
Esta
vez, también, tuvimos que deplorar la pérdida de un valeroso grupo de
compatriotas. De los 35 tripulantes de la nave a que me refiero, 6 han
desaparecido.Los
29 restantes, recogidos por un guardacostas de los Estados Unidos llegaron a
Cayo Hueso en la mañana del día 22 del actual: uno de ellos falleció a bordo
del guardacostas y seis se encuentran heridos. Todas
las gestiones diplomáticas han terminado y se plantea ahora la necesidad de
tornar una pronta resolución. Antes
de someter a ustedes la proposición del Ejecutivo, deseo declarar solemnemente
que ningún acto del Gobierno o del pueblo de México puede justificar el doble
atentado de las Potencias totalitarias.
El
resumen de los acontecimientos internacionales desarrollados durante los
últimos años constituye la más elocuente demostración de la impecable actitud
de nuestro país y de lo ingenuo del atropello que se nos hace. Tan pronto como
la agresión del Japón y de Italia se proyectó contra China y contra Etiopía,
comprendimos que había principiado una época en la que todos tendríamos que asumir
responsabilidades de alcance trascendental. Los hechos no tardaron en revelar
que los más sombríos pronósticos iban a realizarse. En 1936, fue la guerra de
España, golpe de Estado internacional que, con la apariencia de una revolución
de finalidades nazifascistas, hundió al heroico pueblo español en un mar de
sangre.
En
1938, tocó el turno a Austria; amagada por la superioridad de un ejército
frente a cuyas armas se vio en la obligación de aceptar las condiciones de una
anexión ultrajante e ignominiosa. En 1939, asistimos a la desaparición de
Checoslovaquia y de Albania. Y, poco después, a la invasión de Polonia. Este
último hecho, por los compromisos políticos que violaba, obligó a Inglaterra y
a Francia a declararse en estado de guerra con Alemania.
A
partir de entonces, las agresiones se sucedieron con un ritmo cada día más
rápido y más cruel. Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y el Gran Ducado de
Luxemburgo fueron cayendo en espacio de pocos meses, vejados en su posición de
Neutralidad por Gobiernos para quienes los tratados son letra muerta, los
derechos simples ficciones y el cumplimiento de la palabra empeñada un
argumento carente de validez.
El
colapso de Francia y la entrada de Italia en la guerra dieron ocasión a
Alemania para aumentar su lista trágica de injusticias, destrozando la varonil
resistencia de Grecia y de Yugoslavia; imponiendo a Rumania un gobierno sumiso,
a Hungría bajo el yugo de la política agresora, atando a Bulgaria con los
Estados Imperialistas y preparando así, brutalmente, la acometida contra Rusia.
El
nuevo paso a ejecutar ideado por los nazifascistas iba a ser el aplastamiento
del pueblo ruso, pero contra la capacidad combativa de la Unión de Repúblicas
Soviéticas Socialistas, ha fracasado el poder ofensivo de los ejércitos de
Alemania.El arrojo de los defensores de Moscú y Leningrado permitió el
establecimiento de un frente enorme, en el que está librándose en estos
momentos la más grande de las batallas de que tiene noticia la humanidad.
Mientras
tanto, en la sombra, como lo había hecho Italia desde la iniciación de la
guerra hasta la derrota de Francia, el tercer actor de este drama se disponía a
entrar en escena agrediendo a los Estados Unidos en las Islas Filipinas y en
Hawaii. Con el ataque a Pearl Harbor y a Manila, el Japón extendió todavía más
el campo de las operaciones militares y el conflicto se presentó hasta para los
más ignorantes e impreparados como lo que era realmente desde un principio; es
decir, como el intento de sojuzgar al mundo entero.
América
no podía dejar sin respuesta la provocación de los jefes totalitarios. México que,
tras de expresar su simpatía por la causa del pueblo Chino, se había opuesto a
la guerra de Etiopía y había tendido su mano desinteresada y amiga a la España
Republicana; México, que protestó contra la anexión de Austria y contra la
ocupación de Checoslovaquia; México, que condenó la violación de la neutralidad
de Noruega, de Holanda, de Bélgica y del Gran Ducado de Luxemburgo, así como
las campañas contra Grecia, Yugoslavia y Rusia. Levantó también esta vez su
voz, y leal al espíritu de los compromisos adquiridos en las conferencias de
Panamá y de la Habana, rompió desde luego sus relaciones diplomáticas con Alemania,
Italia y Japón.
Antes
de llegar a esa ruptura, Alemania había pretendido vulnerar en varias
circunstancias el sentido de nuestra soberanía, ya sea exigiendo la adopción de
determinados sistemas que no estaban de acuerdo con nuestra voluntad política
nacional según ocurrió en ocasión de la imperiosa nota enviada a la Secretaría
de Relaciones Exteriores con motivo de la inclusión de ciertas empresas en las
listas negras formuladas por el Gobierno Norteamericano ya sea ordenando, de la
manera más descortés, la clausura de nuestros Consulados en la zona ocupada de
Francia.
En
uno y en otro caso, la reacción de México fue inmediata a la nota del Ministro
alemán sobre el asunto de las listas negras contestamos rechazando la intervención de su
Gobierno,y , a la orden de clausura del Consulado Mexicano instalado en París,
correspondimos con la supresión de todas las agencias consulares que nuestra
nación tenía establecidas en Alemania y con la cancelación del exequátur de que
gozaban los Cónsules alemanes en la República.
Estas
medidas, que hacían honor a nuestra dignidad, demostraban claramente que
nuestra intención no era belicosa. Sabíamos demasiado bien lo que significa la
guerra, y por mucho que nos hiriese la injusticia de los países totalitarios,
juzgábamos que las disposiciones adoptadas ponían a salvo nuestro decoro y
seguían las líneas de conducta que aconsejaban la prudencia del Gobierno y los
propósitos del país. Igual
criterio nos guió al enterarnos del estado de guerra existente entre los
Estados Unidos y Alemania, Italia y Japón.
Ustedes,
que conocen el escrúpulo con que el gobierno ha procurado siempre atender las
aspiraciones justas de la opinión, podrán imaginar sin esfuerzo el incomparable
problema que representó para el Ejecutivo el elegir entre las diversas
responsabilidades que en ese instante solicitaban mi conciencia de gobernante y
de mexicano. Dos caminos se ofrecían entonces a México. Uno, el de la guerra.
Otro, el de cesación de todas nuestras relaciones con los Estados
nazifascistas. Al optar por esta última solución, creímos interpretar adecuadamente
el deseo nacional. Debo añadir con satisfacción que nuestra actitud coincidió
con la de la mayoría de las Repúblicas del Continente y que mereció una
aceptación general en la Junta de Cancilleres de Río de Janeiro.
El
cuadro que acabo de trazar describe con exactitud la situación en que nos
hallábamos el día 13 de mayo. Unidos a los demás pueblos libres de este
Hemisferio por los vínculos de la amistad panamericana, rotas nuestras
relaciones con las Potencias imperialistas de Europa y Asia, procurábamos
estrechar nuestra solidaridad con las democracias y nos absteníamos de ejercer
actos de violencia conga las dictaduras. Los nacionales de Alemania, Italia y
Japón residentes en la República disfrutaban de todas las garantías que nuestra
Constitución otorga a los extranjeros. Ninguna autoridad mexicana los molestaba
en el ejercicio de sus actividades lícitas; nadie los hizo objeto de
persecuciones o de medidas de coacción. En otras circunstancias, hubiéramos
podido estimar que nuestra paz no se hallaba amenazada directamente. Sin
embargo, sentíamos que, dentro de la red bochornosa en que se ha convertido a
la historia de los gobiernos nazifascistas; México podría verse envuelto,
contra su voluntad, el día menos pensado. Por eso organizábamos nuestra defensa y
vigilábamos nuestras costas; por eso tomábamos las determinaciones
indispensables para incrementar nuestra producción y por eso, en cada discurso,
en cada acto público, repetíamos la exhortación de vivir alertas y preparados
para el ataque que, de un momento a otro, pudiera sobrevenir.
El
13 de mayo el ataque vino. No decidido y franco, sino desleal, embozado y
cobarde, asestado entre las tinieblas y con la confianza absoluta en la
impunidad. Una semana más tarde, se repitió el atentado. Frente a esta
reiterada agresión, que vulnera todas las normas del Derecho de Gentes y que
implica un ultraje sangriento para nuestra Patria, un pueblo libre y deseoso de
mantener sin mancha su ejecutoria cívica no tiene más que un recurso: el de
aceptar valientemente las realidades y declarar según lo propuso el Consejo de
Secretarios de Estado y de Jefes de Departamentos Autónomos reunido en esta
Capital el viernes 22 del corriente que, a partir de esa fecha, existe un
estado de guerra entre nuestro país y Alemania, Italia y Japón.
Ahora
bien si el "estado de guerra" es la guerra misma, la razón que
tenemos para proponer su declaración y no la declaración de guerra, obedece a
argumentos muy importantes, que me siento en la obligación de aclarar aquí. Tales
argumentos son de dos órdenes. Por una parte, la declaración de guerra supone
en quien la decide la voluntad espontánea de hacer la guerra. Y México, sería
inconsecuente con su tradición de país pacifista por excelencia si admitiera,
aunque sólo fuese en la forma, que va al conflicto por su propio deseo y no
completito por el rigor de los hechos y por la violencia de la agresión. Por
otra parte, el que declara la guerra reconoce implícitamente la responsabilidad
del conflicto. Y esto, en nuestro caso, sería tanto más absurdo cuanto que los
agredidos somos nosotros.
Atendiendo
a estas circunstancias, la situación que expone el Ejecutivo es igual a la que
escogieron, en septiembre de 1939, los Gobiernos de Inglaterra y de Francia al entrar
en guerra con Alemania, y el 8 de diciembre de 1941, el gobierno de los Estados
Unidos al entrar en guerra con el Japón. Semejante modalidad, que responde a la
verdad de las cosas y a la limpieza de nuestra vida internacional, deja a salvo
nuestra doctrina jurídica, pero no disminuye la significación del acto, ni
aminora sus riesgos, ni debe ser estimada como un paliativo a nuestra franca
resolución.
El
estado de guerra en que se encontrará el país si ustedes aprueban mi
iniciativa, no querrá decir que México va a entregarse a persecuciones
injustas. La defensa de la patria es compatible con la tradición de generosidad
y decencia mexicanas. Tampoco significará que la vida interior de la República
va a alterarse, suspendiendo aquellas garantías que puedan mantenerse, sin
quebrantar el espíritu de la defensa nacional. Debemos confiar mucho más en el
patriotismo que en las medidas represivas. En el sentido cívico de la nación,
más que en el uso arbitrario de la fuerza.
Pueden
ustedes estar convencidos de que, antes de dar este paso, he tomado en cuenta
todas las reflexiones que se habrán presentado también ante vuestro examen. Me
he detenido, con reverencia, frente al panorama augusto de nuestra historia. Desde
la época precortesiana y durante las luchas de la conquista, nuestros
antepasados se caracterizaron con el épico aliento con que supieron vivir y
morir por la defensa de sus derechos. Su recuerdo es una lección de heroísmo en
la que encontramos un estímulo permanente para combatir contra todas las
servidumbres. A partir de la hora de nuestra emancipación política, la vida
exterior de México ha sido igualmente un constante ejemplo de honradez, de
decoro y de lealtad. Fieles a los postulados de la democracia, hemos preconizado
siempre la igualdad física y moral de los pueblos, la condenación de las
anexiones logradas por la violencia, el respeto absoluto de la soberanía de los
Estados y el anhelo de buscar a todos los conflictos una solución pacífica y
armónica. Tenemos la experiencia del sacrificio; no la del oprobio. Hemos
sabido del infortunio; no de la abdicación.
Una
trayectoria tan noble nos marca el imperativo de continuarla. De ahí que, al
venir ante ustedes, no intente yo reducir la magnitud de las privaciones que podrá
representar para todos nosotros, durante años, la determinación que propongo a
Vuestra Soberanía. Soy el primero en apreciar el esfuerzo que va a requerir del
país la situación en que nos hallamos.
La
actitud que México toma en la presente eventualidad tiene como base el hecho de
que nuestra determinación emana de una necesidad de legítima defensa. Conocemos
los límites de nuestros recursos bélicos y sabemos que dada la enormidad de las
masas internacionales en pugna, nuestro papel en la actual contienda no habrá
de consistir en acciones de guerra extracontinentales, para las que no estamos
preparados. Nuestras fuerzas, por consiguiente, no se dispersarán; pero
responderemos a los intentos de agresión de los adversarios manteniendo a todo
trance la integridad del país y colaborando enérgicamente en la salvaguardia de
América, dentro de la medida en que lo permitan nuestras posibilidades, nuestra
seguridad y la coordinación de los procedimientos defensivos del Hemisferio.
Durante
años, hemos tratado de permanecer ajenos a la violencia. Pero la violencia ha
venido a buscarnos. Durante años, nos hemos esforzado para continuar nuestra
propia ruta, sin arrogancias ni hostilidades, en un plano de concordia y de
comprensión. Pero
las dictaduras han acabado por agredirnos. El país está enterado de que hemos
hecho todo lo posible por alejarlo de la contienda. Todo: menos la aceptación
pasiva del deshonor.
Señores:
Sean
cuales fueren los sufrimientos que la lucha haya de imponernos, estoy seguro de
que la Nación los afrontará. Los ilustres varones cuyos nombres adornan los
muros de este baluarte de nuestras instituciones democráticas garantizan, con
el testimonio de su pasado, la austeridad de nuestro presente y son la mejor
promesa espiritual de nuestro futuro.
De
generación en generación, ellos nos trasmitieron esta bandera que es símbolo
espléndido de la Patria. ¡Qué ella nos proteja en la solemnidad y gravedad de
esta hora en que México espera que cada uno de sus hijos cumpla con su deber!
Fuente:
“ Cananea, la Guerra y la Buena Vecindad” por Humberto Monteón González,
Gabriela María Luisa Riquelme Alcantar y José Luis Tenorio García
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